Niños y adultos vivimos la misma vida, tan simple o tan compleja como nuestras propias representaciones. Por eso el mundo de Hayao Miyazaki no acude a reduccionismos infantilistas y es igual de enriquecedor para cualquiera. Sus películas son como la vida, con escenas maravillosamente lentas, con una naturaleza hecha para la exploración y el goce estético, con personajes explicables y con elementos de imaginación múltiples en significado e interpretaciones.
Tal vez por esto, durante el ciclo dedicado a Miyazaki en el cine club de Casa de los Pérez Meza, hubo asistentes de todas las edades: adolescentes, niños, jubilados. Y todos disfrutaron por igual la entereza de Porco Rosso, la magia de Mi vecino Totoro, las enseñanzas de El viaje de Chihiro y el amor y la valentía de Sofía en El increíble Castillo Vagabundo.
Como director, Hayao Miyazaki representa un mundo por descubrir, no sólo para quienes admiran su obra por vez primera, sino para quienes prefieren reencontrarse a sí mismos en varias relecturas. La imaginación, la concepción de la realidad como un hecho situado más allá de las apariencias, la humanidad de los personajes, el protagonismo de mujeres, ancianas y niñas, el detalle artesanal del dibujo, los asombrosos detalles de animación, todo conforma un mundo que resulta tan maravilloso y contradictorio como el que nos rodea.
Pero Miyazaki tiene otra lectura posible: la de su postura ante temas como la identidad, el trabajo, el consumismo, la guerra, la naturaleza o la responsabilidad. El director no niega su subjetividad y define desde su perspectiva la acción de los personajes centrales. Quien quiera un enfoque moral, puede encontrarlo. Pero la ventaja es que lo hará sin simplificaciones, reconociendo que no proviene de seres intrínsecamente 'buenos' sino de protagonistas humanamente complejos. Un ciclo de cine que -ya lo prometimos-, tendrá nuevos momentos.
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